Cantar de Myo Çid
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Introducción al Cantar

Es, sin duda, la mejor y la más representativa de las viejas epopeyas castellanas, además de la primera gran obra literaria de la lengua española.

En esencia, el Cantar de Mio Cid relata los últimos años de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar (c. 1043-1099), conocido como el Cid (‘el señor’), desde su primer destierro de Castilla hasta su muerte. Precisamente con el abandono de sus tierras y la despedida de su familia se inicia el texto conservado, que narra las andanzas del Cid y sus caballeros por los reinos taifas de Zaragoza, Albarracín y Lérida, en las que someten varias ciudades y hacen prisionero al conde Berenguer Ramón II de Barcelona. Finalmente se apoderan de Valencia, donde el Cid consigue, por un lado, el perdón de su rey, Alfonso VI –al que ha ido sirviendo fielmente, a pesar de estar desterrado–, y, por otro, reunirse con su esposa y sus hijas. El perdón real y el reencuentro familiar, paradójicamente, acarrearán una nueva desgracia, pues dos ambiciosos nobles de la corte castellana, los infantes de Carrión (miembros de la poderosa familia Vanigómez), solicitan a Alfonso VI su intercesión para casarse con las hijas del protagonista. Aunque este no ve con buenos ojos el doble matrimonio, accede a los deseos de su rey y otorga su consentimiento. Desde el primer momento, los yernos demuestran ser unos cobardes, lo que les acarrea las burlas de los otros caballeros. Hartos de esas humillaciones, solicitan permiso para abandonar Valencia con sus esposas, pero en el camino hacia sus tierras las maltratan y las abandonan en medio del monte. El Cid, herido en lo más hondo de su ser, recoge a sus hijas y exige justicia ante Alfonso VI, quien convoca cortes en la ciudad de Toledo para dirimir el caso. Ante la jactancia de los infantes de Carrión y sus poderosos familiares, que se burlan del pobre linaje de Rodrigo Díaz, este planea cuidadosamente sus actos. Primero solicita los regalos que hizo a sus yernos, las espadas Colada y Tizón, a lo que sus oponentes acceden; luego reclama la dote de los matrimonios, que también le es devuelta; finalmente, exige una reparación por el maltrato infringido a sus hijas y reta a sus oponentes a un duelo. Atrapados por esta triquiñuela legal –pues, al aceptar las dos primeras peticiones, no podían rechazar la tercera–, se concierta un triple combate en el que los infantes de Carrión y uno de sus familiares son derrotados por tres caballeros del Cid, con lo que el honor de las hijas de este queda reparado. Muestra de ello es que apenas acaban las cortes cuando aparecen unos emisarios de Navarra y Aragón que las solicitan en matrimonio para los príncipes de estos reinos. Ahí, emparentando a Rodrigo Díaz de Vivar con las casas reales de España y dando puntual noticia de su muerte a los pocos años, acaba el cantar conocido.

Aunque buena parte de los personajes y detalles narrados se ajustan a la realidad histórica (el enfrentamiento entre el Cid y la familia Vanigómez; la conquista de Valencia, donde se establece un obispado; el intento de reconquista de Yūsuf ibn Tāšufīn, emperador de Marruecos; el emparentamiento con las casas reales…), muchos otros la deforman o son, simplemente, inventados. El Cid no fue desterrado una sola vez, sino dos (en 1081-1087 y en 1089-1092); asimismo hizo prisionero a Berenguer Ramón II en dos ocasiones (en 1082 y en 1090); aunque, en efecto, tuvo dos hijas, nunca tuvieron los poéticos nombres de Elvira y Sol, sino los más prosaicos de Cristina y María… Claramente fabulosos son, en cambio, la inclusión de Álvar Fáñez como lugarteniente del Cid, pues aunque ambos personajes vivieron en la misma época no consta que coincidieran en ninguna empresa; los primeros matrimonios con los infantes de Carrión (también, en consecuencia, el posterior ultraje) y otros muchos elementos.

El único testimonio que nos ha transmitido esta obra es el manuscrito Vitr. 7-17 de la Biblioteca Nacional de España. Le falta al menos un folio inicial, además de dos folios interiores. El volumen se ha calificado algunas veces de «manuscrito juglaresco», pero hoy parece más probable que fuera utilizado en un scriptorium cronístico o monástico a mediados del siglo xiv. El colofón, sin embargo, nos advierte de que «Per Abbat le escrivió  en el mes de mayo/ en era de mill e dozientos  e cuaraenta e cinco años» (vv. 3732-3733), esto es, el año 1207 de la era cristiana, por lo que resulta evidente que, al realizar la copia, también se reprodujo un colofón anterior. La fecha de composición inicial, sin embargo, dista mucho de estar perfectamente definida. Las tesis tradicionalistas la sitúan poco después de la muerte del protagonista, aunque el poema iría recreándose y evolucionando a lo largo de los años. Según ese planteamiento, una versión prácticamente idéntica a la conservada existiría ya hacia el año 1140 (cuando se haría eco de la misma el Carmen de expugnatione Almariæ urbis, texto datable hacia 1150). Otros estudiosos, en cambio, abogan por retrasarla hasta los últimos años del siglo xii o los primerísimos del xiii, y tampoco falta quien fija su creación directamente en el año 1207, con lo que Per Abat pasaría a ser considerado el autor de la obra y no un simple copista. Esta última opinión cuenta con el inconveniente de que en castellano medieval el verbo escribir tiene, casi exclusivamente, el significado de ‘trazar letras’, ‘poner por escrito’, no el de ‘crear una obra literaria’.

Formalmente, el Cantar de Mio Cid responde a las características que esperaríamos de una obra compuesta sobre patrones fundamentalmente orales. En su estado actual, está constituido por 3733 versos de medida fluctuante entre las diez y las veinte sílabas. Todos presentan una cesura que produce dos hemistiquios que oscilan entre las tres y las once sílabas, aunque se supone que durante su recitación, al son de una salmodia monocorde, esas diferencias tenderían a minimizarse. Estos versos aparecen distribuidos en 152 tiradas asonantadas de extensión muy variable (3 en la más corta frente a 190 en la más larga), que, a su vez, se estructuran en tres grandes cantares, que posiblemente correspondan a las sesiones en que se podía recitar la obra por completo. Abundan las fórmulas más o menos fijas para relatar combates (compárense, por ejemplo, los versos «Embraçan los escudos  delant los corazones,/ abaxan las lanças  abueltas de los pendones,/ enclinaron las caras  de suso los arzones», vv. 715-717, con estos otros: «Abraçan los escudos  delant los corazones,/ abaxan las lanças  abueltas con los pendones,/ enclinavan las caras  sobre los arçones», vv. 3615-3617), oraciones y gestos de los caballeros («por el cobdo ayuso  la sangre destellando», vv. 501, 781, 1724 y 2453) o para marcar el paso del tiempo y las transiciones de una acción a otra. Estas fórmulas permitían al juglar realizar su trabajo más cómodamente. También se podía ayudar de los epítetos épicos, que además le servían para caracterizar a los diferentes personajes. Rodrigo Díaz, así, es «el que en buen ora nasco» (vv. 245, 808, 1730, 2350…), «el Campeador contado» (vv. 142, 152, 1780, 2433…), «la barba vellida» (vv. 268, 930, 2192…) o «el que en buen ora cinxo espada» (vv. 78, 875, 1574…), dependiendo de la asonancia de la tirada (en –ao-ia o –aa); el rey de Castilla en boca del protagonista es siempre «Alfonso mio señor» (vv. 538, 1921, 2044…), Martín Antolínez, uno de los caballeros que acompañan al Cid, es «el burgalés de pro» (vv. 736, 2837, 3066, 3191…) y este mismo llama a Álvar Fáñez «mio diestro braço» (vv. 753 y 810).

Por lo demás, durante la recitación melódica el juglar se debía apoyar en elementos extratextuales, como su gestualidad (a la hora de relatar acciones y movimientos) o sus inflexiones de voz (cuando tuviera que representar a los distintos personajes de un diálogo). No eran menos importantes sus apelaciones al público que lo escuchaba, que podían ir desde la mera descripción de los acontecimientos («En el passar de Xúcar  ý veriedes barata», v. 1228; «Aquí veriedes quexarse  ifantes de Carrión», v. 3207) o el deseo de hacerles partícipes de lo narrado («El oro e la plata  ¿quién vos lo podrié contar?», v. 1214; «Sabor abriedes de ser  e de comer en el palacio», v. 2208) hasta hacerles reflexionar sobre ello («¡Mala cueta es, señores,  aver mingua de pan,/ fijos e mugieres  verlos morir de fanbre!», vv. 1178-1179). En ese mismo sentido, los rudimentarios recursos estilísticos del cantar también parecen orientados hacia sus oyentes, sobre todo cuando se realizan comparaciones. El Cid y su familia «s’ parten unos d’otros  commo la uña de la carne» (v. 375), y cuando tiene que describir a sus hijas nos dice que son «tan blancas commo el sol» (v. 2333).

Junto a todas esas características, que lo amoldan a los usos orales y juglarescos, el Cantar de Mio Cid demuestra una notable familiaridad con la poesía épica francesa, aunque no dependa de ninguna obra en concreto. En ese sentido, no es ocioso recordar que hacia esos mismos años el Cid se había convertido en el protagonista de un buen número de textos redactados en la Península, como el docto poema latino Carmen Campidoctoris (c. 1181-1190), la Historia Roderici (c. 1185-1193) o el Linage de Rodric Díaz (datable entre 1150 y 1195). Todas esas obras, junto con las cancioncillas guerreras y anécdotas sobre el personaje que circularon oralmente desde finales del siglo xi, y una primitiva tradición épica castellana, hoy perdida pero de la que nos han quedado algunos rastros en obras como la Chronica Naierensis (c. 1190), contribuyeron a conformar el Cantar de Mio Cid tal y como lo conocemos hoy día.

Desde luego, lo más sobresaliente de esta obra es lo que la singulariza frente a otros textos épicos medievales. A diferencia de otros héroes de los cantares de gesta, el Cid no lucha por su Dios ni por su patria, sino que lo hace fundamentalmente por su propia supervivencia: por encontrar un lugar en el que él y los suyos puedan subsistir. Por eso se enfrenta a nobles castellanos y catalanes, a pesar de que sean cristianos, mientras se alía con caudillos musulmanes como Avengalvón. Tampoco es un vasallo rebelde, que se levanta frente a las injusticias de su rey, sino que acata resignadamente sus designios, permaneciendo fiel a su soberano incluso durante su destierro, aunque legalmente estuviera liberado de esa obligación. Por eso acude a la justicia real para reparar su honor y el de sus hijas en vez de tomarse la justicia por su mano. Todo eso hace del protagonista un personaje mucho más humano que otros héroes épicos, y posiblemente hasta más humano que el Cid histórico. Junto a su imagen guerrera, se destacan la tristeza con que abandona su casa o se despide su familia, la emotiva conversación con la niña de Burgos (la única persona que se atreve a hablar al caballero caído en desgracia), la humillante manera en que se ve obligado a estafar a unos mercaderes hebreos para asegurar la manutención de sus hombres, la alegría del reencuentro familiar y del perdón real, o la ternura del padre que recoge en casa a sus hijas maltratadas. El caudillo militar, por supuesto, tiene un papel preponderante, pero más que su valentía y su arrojo en una carga ciega se destacan su astucia a la hora de planear las batallas, los golpes de mano contra el enemigo y la distribución de las tropas. En suma, se construye una imagen del héroe dominada por sus cualidades humanas, entre las que destacan su mesura, su valentía, su generosidad y su lealtad. En ese sentido, es notable la identificación que se hace entre el Cid y los habitantes de la frontera castellana, una población de campesinos y ciudadanos en permanente estado de alerta frente a las invasiones, que contempla la guerra como una actividad defensiva y lucrativa, no meramente patriótica o religiosa, y que se muestra hostil a la vieja nobleza que hace tiempo que abandonó su función guerrera.

Finalmente, hay que recordar que, aunque el único testimonio que ha llegado hasta nuestros días es el códice de la Biblioteca Nacional de España, hay otros textos que se pueden tener en cuenta para conocer esta obra. Así, una versión del Cantar de Mio Cid sustancialmente idéntica a la que conservamos se prosificó en la Crónica de veinte reyes, hasta el extremo de que esta se suele utilizar para enmendar y completar el manuscrito único. Asimismo la Crónica de Castilla preservó, también prosificados, algunos versos del inicio de ese cantar épico. Es importante destacar, sin embargo, que este fue evolucionando con posterioridad a la versión conservada, como demuestra la Primera crónica general. Por una parte, se le añadió todo un episodio inicial, *La jura de Santa Gadea, que venía a enlazar con un perdido *Cantar de Sancho II y a justificar el destierro del Cid. Por otra, se le añadió un final de carácter hagiográfico, la*Historia de Cardeña, en la que se relataban varios hechos milagrosos relacionados con el protagonista y que posiblemente fue impulsada por el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde reposaban sus restos. En fechas ya muy posteriores, un puñado de romances recreó algunas de las escenas más sobresalientes de ese cantar evolucionado. Sin embargo, la fama literaria del Cid en siglos posteriores no se debió tanto a esta obra como a otro poema épico, Las mocedades de Rodrigo, de composición posterior y conservado en una versión tardía y fragmentaria (Bibliothèque nationale de France, ms. fonds espagnol 12). El personaje retratado en esta obra, bravucón y pendenciero, fue el predilecto del romancero y el teatro español del Siglo de Oro. Solo tras la publicación del primitivo Cantar de Mio Cid, en 1779, se volvieron los ojos hacia este texto, descubriendo en él un personaje profundamente humano que se ha convertido en uno de los mayores logros de la literatura universal.

 

Rafael Ramos

Universitat de Girona

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