Zifar y su familia se disponen a
abandonar Galapia (...) Firme en su decisión, acepta un nuevo caballo como
regalo de la señora de la villa y vuelve a emprender su camino. Al cabo de
diez días, otra vez, vuelve a quedarse sin caballo, por lo que debe caminar
durante tres días antes de llegar a la ciudad de Mella, a orillas del mar.
En sus inmediaciones, Grima, la esposa, le convence para que descansen un
rato, por lo que el matrimonio se tiende un rato sobre la hierba mientras
los hijos juegan cerca. De improviso, aparece una leona y se lleva entre sus
fauces a Garfín, el hijo mayor (f. 32v). A los gritos del pequeño,
despiertan los padres pero, por mucho que Zifar toma el caballo de su mujer
y se lanza en persecución de la leona y su hijo, no logra dar con ellos.
Con el corazón roto, pero manteniendo
todavía su esperanza en la misericordia de Dios, regresa junto a su esposa y
entran en Mella. Allí se alojan en una de las primeras posadas que
encuentran, y Zifar sale para comprar víveres. El caballo se escapa, Grima
sale tras él y, en un instante, sale también tras ella el hijo pequeño,
Roboán, que se pierde entre la multitud. Cuando la madre vuelve con el
caballo y nota la ausencia de su hijo está a punto de enloquecer de dolor
ante la conmiseración de todos. Con su marido, recorren toda la ciudad
buscando a su hijo pequeño, pero tampoco lo encuentran. Grima desespera de
la ayuda de Dios, pero Zifar insiste en que hay que acatar siempre Su
voluntad y en que sus hijos no les han sido arrebatados sin motivo.
Al día siguiente, Zifar se acerca a la
playa para pasear. Ve entonces una nave que se dirige al reino de Orbín y
consigue pasaje en ella para él y para Grima. Esta se muestra contenta de
abandonar la tierra donde han perdido a Garfín y Roboán, y acepta la
propuesta de inmediato; espera, así, huir de las desgracias a que les ha
sometido Dios, pero Zifar insiste en que es imposible huir de Sus designios.
Por la mañana, se dirigen a embarcar pero los marineros, al ver la hermosura
de Grima, planean quedarse con ella. Por eso proponen a Zifar que embarque
primero ella, y que después, con un bote, vendrán a recogerle a él y a su
caballo. Este acepta pero, en cuanto Grima pone los pies en el navío, los
marineros largan velas y dejan a su marido en la orilla, burlado (f. 34r).
Zifar, entonces, se deja llevar por la
desesperación. Pide a Dios la muerte o que, por el contrario, ponga fin a
sus males y permita que su familia vuelva a reunirse. Dios se apiada de su
siervo, que hasta entonces había aceptado todas las desgracias sin
inmutarse, y una voz misteriosa le promete el fin de sus pesares y el
reencuentro con su esposa y sus hijos. Reconfortado por este mensaje divino,
Zifar abandona la ciudad de Mella con la convicción de que todo tendrá un
final feliz.
Mientras tanto, la suerte de sus hijos
no había sido tan terrible como parecía. Un burgués que iba de cacería
encontró la leona que había arrebatado a Garfín y la ahuyentó con sus perros
hasta que esta abandonó al niño. El burgués lo llevó a su casa y su esposa
empezó a cuidar de él. Al poco tiempo, pasó junto a la casa otro niño
pequeño, llorando porque se había perdido. La mujer lo recogió y el niño,
que no era otro que Roboán, pudo entonces reunirse con su hermano. Ambos
crecieron juntos, y el burgués y su esposa cuidaron de ellos como si fuesen
sus verdaderos padres.
También Grima tuvo una aventura
sorprendente, pues cuando vio que largaban velas sin esperar a Zifar estuvo
a punto de echarse al agua. Los marineros la encerraron en la sentina, pero
ella elevó su oración a la Virgen María en demanda de auxilio y este no se
retrasó. En efecto, los marineros se emborracharon y, excitados por el
alcohol, empezaron a pelear por ella hasta que todos se mataron entre sí (f.
36v). Cuando todos hubieron muerto, una voz misteriosa ordenó a Grima que
subiera a cubierta, que echara los cadáveres al mar y que empleara cuanto
había en el navío en hacer buenas obras. Ella así lo hizo, y se sorprendió
mucho de lo poco que le pesaban los cuerpos de los marineros. Pero más le
sorprendió que la nave siguiera su rumbo, con las velas desplegadas, sin que
hubiera marineros. [Ramos (1996): 19-22]